“MEDICINAS PARA CURAR O MATAR”
En épocas Antiguas una operación quirúrgica en los
primeros decenios del siglo XIX requería una gran fuerza de carácter. Con los
ojos vendados, atado a una camilla y sin anestesia, al paciente sólo le quedaba
confiar en que el cirujano fuese hábil. “Seis golpes y la extremidad cae al
piso”, escribió en 1846 el observador de una amputación de pierna. De principio
a fin, la remoción de un miembro tomaba 28 segundos; había cirujano a quienes
sólo le tomaba 19. A pesar de su brevedad, el efecto y el dolor de esta
operación con frecuencia eran mortales. Peor aún, había riesgos enormes de
septicemia y gangrena. Hasta 1840, el hecho de que 6 de cada 10 personas
sobrevivieran a intervenciones quirúrgicas serias era considerado satisfactorio
en los hospitales. Quienes no lo consideraban así sabían que era poco lo que
podía hacerse para mejorar tal situación. Pocos cirujanos tenían noción de la
higiene, y antes de operar sólo tomaban la precaución de ponerse un delantal,
salpicado de sangre, y limpiar sus instrumentos con cualquier paño.
Muchos de los hospitales urbanos de Europa—como el
Hotel-Dieu de Paris, el Santo Espiritó de Roma y el St. Bartolomé de
Londres—habían sido fundados en la Edad Media. A principios de siglo XIX,
seguían siendo tristemente primitivos, pese a los intentos de reforma del siglo
anterior. En los pabellones se apiñaban pacientes sin lavar que vestían las
mismas ropas con las que ingresaban; la comida era escasa, y el alcohol, muy
abundante. Según Florence Nightingale, quien recorrió los hospitales desde 1840, la calefacción de los
pabellones era una diminuta chimenea. No obstante, la cuestión de la higiene no
era nueva en la medicina ni los anestésicos en la cirugía. Médicos de la
antigua India y de Egipto habían subrayado la importancia de lavarse
meticulosamente las manos antes de tocar un paciente. Durante siglos, en varias
partes del mundo, se utilizaron opio y láudano como anestésicos; hacia 1830,
James Escafile, un cirujano de la Compañía de las India Orientales, hipnotizaba
a sus pacientes y los operaba sin dolor.
Durante la década de 1840., los cirujanos usaron
éter, y luego cloroformo, para aliviar el dolor de los pacientes durante la
cirugía. El cirujano podía trabajar más lenta y cuidadosamente, y realizar
operaciones más complicadas. Pero los pacientes seguían expuestos al riesgo de
infección, y muchos morían. En 1846, ocurrió la primera victoria contra el
contagio de enfermedades en los hospitales: en Viena se demostró que la fiebre
puerperal, de las que morían las madres parturientas, la contagiaban los
doctores, que pasaban de una cama a la otra sin lavarse las manos. Antes de esa
época, no se comprendía que las bacterias en manos y ropas de los médicos eran
la causa del contagio. Hacia 1860, comenzó auténticamente la batalla contra la
infección en Francia, Louis Pasteur demostró que las bacterias, visibles al
microscopio, eran la causa de las infecciones.
Las
enfermedades graves eran una amenaza constante. La viruela era común, a pesar
de las vacunas desarrollada por Edward Jemer a fines del siglo XVIII; la
tuberculosis cobraba anualmente 60,000 vidas en Inglaterra. Proliferaba la
sífilis, que causaba demencia en los adultos, y ceguera y defectos mentales en
los bebés de las madres infectadas, También se contraían enfermedades al trabajar
con sustancias tóxicas. El mercurio utilizado para los sombreros de fieltro
causaba daños cerebrales: los "sombrereros locos" no eran personajes
ficticios.
La curación de la mayoría de los enfermos se hacía
en casa, a base de cataplasma y frotaciones. De la celidonia se hacía una
loción para los ojos, las telarañas se usaban para detener hemorragias y, en
algunas partes, se curaba la tosferina con un ratón frito. En general, se
procuraba la prevención de las enfermedades: regularmente se daba aceite de
ricino a los niños, y se creía que portar una nuez moscada evitaba el
reumatismo.
Además de los remedios caseros, también se vendían
las pociones. Un ingrediente popular era la zarzaparrilla, raíces secas de una
planta americana que se creía, purificaba la sangre; algunas medicinas
contenían opio, incluso el tónico de Geoffrey, para tranquilizar a los bebés.
Los anuncios realizaban amplia propaganda en bien de los remedios, el humo del
ácido fénico curaba "absolutamente" unas 15 enfermedades distintas, incluidas
la afonía y la jaqueca; el testimonio del propio del obispo de Londres lo
confirmaba. Cuando todo esto fallaba, o en caso de enfermedades graves, se
llamaba al médico. A mediado del siglo XIX, los doctores ya casi no practicaban
sangrías ni usaban sanguijuelas; su objetivo era provocar el menor daño posible
y mantener cómodo al paciente.
El parto también se atendía en casa, supervisado
por una partera sin preparación formal. Era un asunto peligroso; con
frecuencia, nacían muertos, y uno de cada seis recién nacido moría junto con su
madre. Existían algunos anticonceptivos para quienes pudieran pagarlos: anillos
de quinina para la matriz, condones de caucho y dispositivos intrauterinos de
oro, o plata, madera o marfil.
Espero que esta lectura sea amena para todos
Vivan en paz con ustedes mismos
Peter Bustamante
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