“EL REY ARTURO Y EL ALTAR DE DIOS”
Desde los primeros tiempos de la civilización, y
aún antes, el hombre ha tenido un profundo sentido de la religión y ha mostrado
deferencias a un poder invisible. Esta cualidad innata ha hecho del templo uno
de los edificios más importante en su vida comunal. La esencia misma de este
templo es el altar, pues es el punto céntrico, el más exaltado de los lugares
del edificio. Esta posición de santidad le ha dado títulos que reflejan el
sentir de la gente hacia su sentimiento
culturar. Entre estos nombres están “el Santuario”, “el Tabernáculo”,
“el Santo de los Santos”. En éste, el sacerdote ordenado lleva a
cabo con esplendor deliberado la más profunda y significativa expresión de las
más altas aspiraciones del hombre. Es fácil imaginar manojitos de humo de raro
incienso elevándose en forma nebulosa hacia la cúpula esculpida de una catedral
cristiana, para colgar allí, tenue pero tangible, como el principio de otra dimensión.
Hay una
sugerencia serena en el callado murmullo de los cánticos del sacerdote
suavemente acentuados por la acallada actividad del tránsito afuera, en la
calle. Y mientras fragmentos de música de órgano se extienden con lánguida intimidad
en la atmósfera, delgados rayos de sol penetran en la penumbra interior, teñidos
de azul, rojo y verde, por los magníficos cristales de color de las ventanas. Quizás,
por memoria innata es más fácil imaginarse un templo místico de la pasada civilización,
donde el sonar de gongs distantes y cánticos antiguos acarician los sentidos
mientras los devotos dirigen en silencio lustraciones de sus almas. El sumo
sacerdote actúa en el lento, reverencial drama de su ritual sagrado, intensificado
aún más por la gran fogata ritualística a las sombras silenciosa que saltan de
una parte a otra del templo para revelar, por breves momentos, monjes postrados
llevando austeras vestimenta que de alguna forma provocan una extraña familiaridad.
Es bastante
humano crear en lo más íntimo del corazón estructuras magnificas de mármol con
hermosos interiores de alabastro; imaginar ricas y vaporosas vestimentas
bordadas con hilo de oro y plata; contemplar solemnes ceremonias pasar ante los
ojos de la imaginación con una dignidad que sobrepasa todos los sucesos, aun la
coronación de los reyes. Ante el altar una lámpara alumbra día y noche como un
centinela que ilumina, un guardia de honor a la entrada del Rey de los Reyes.
Esa lámpara esplendente representa la luz sagrada confiada sólo al hombre por
encima de todas las criaturas de la Tierra, ya que el hombre es también un
templo, un templo viviente. Jamás permitan que él se vanaglorie de su misión,
ni lo descuiden con un servicio superficial mientras dirige su atención entera
a las ventajas materiales del mundo. Permítanle conservar su lámpara bien
cuidada y eternamente llena con el aromático aceite del servicio. Déjelo ir
hacia el altar de Dios, el Dios que lo rejuvenece. Déjenlo liberarse de
los hombres injustos y engañosos, pues en esa confesión secreta él admite y
abraza la dualidad de su propia naturaleza. La verdadera personalidad, el Maestro
Interno, se ha esforzado por milenios de tiempo por escapar del cautiverio
del ser exterior, la sombra con debilidades e inconstancia. Sir Thomas
Browne hiso el más expresivo sumario de la naturaleza humana cuando escribió:
“Defiéndeme. Oh, Dios, de mí mismo”.
El Cáliz de la Última Cena
Esta lucha
de la humanidad, la batalla por la instrucción a través de servicio, ha estado
siempre con la humanidad. En la vieja leyenda inglesa existe una historia del “Rey
Arturo y los Caballero de la Mesa Redonda. Todos tenían la misma categoría y
esa igualdad estaba simbolizado por la mesa redonda, ya que así no habría lugar
de honor. Su difícil tarea era la sencilla búsqueda del Cáliz de la Última Cena.
Todos ellos buscaban un recipiente, una copa—la copa que Jesucristo sostuvo en
sus manos en la Última Cena. Sólo uno se dio cuenta del error de su búsqueda.
Sólo uno vio más allá del velo de la ilusión. Sólo él encontró el Sagrado
Cáliz, y no era un cáliz fundido en oro y plata. Su descubrimiento llegó en el
breve regocijo de un encuentro con Dios, pues en su sencillez, Sir Galahad
miró hacia las profundidades de su propio ser, penetró en el templo de su propio
corazón y comulgo con Dios en el Silencio, en su propio altar. Ese altar está
en todas partes y siempre listo para cualquier hombre que lo necesite. Está siempre
donde se hace el trabajo de Dios. Es el yunque del herrero, el crisol del
platero. Comienza en la punta de los dedos y teje su camino hacia el corazón y
la mente con un molde y diseño tan exquisito pero tan real, que se levanta el impulso
de hacer una vida de servicio en un nuevo acercamiento a la humanidad. Con
persistencia, todo el motivo de la vida se entreteje finalmente con él, con las
ricas vestiduras del sumo sacerdote. Cambia la obscuridad en luz y trae paz y
consuelo al corazón.
OBSCURIDAD Y
LUZ
Si el
hombre vive en la obscuridad, es debido a que él se para sobre su propia luz y
no puede ver más allá de la densidad de su propia sombra. Cuando el Sol se
pone, el vehículo de la experiencia—su cuerpo—se proyecta una sombra ya sea que
él se enfrente al amanecer o no. Y si es el otoño del año, esa sombra es más
larga y llega más lejos hacia la fría niebla del día que despierta. La
obscuridad y frialdad son meros grados de aislamiento de verano de la felicidad
y completacion. Hay otra estación que debe seguir al estéril tiempo frío y que
viene antes de la hacienda, días fructíferos. Es una estación de vida nueva,
una estación de botones nuevos y tiernas y verdes plantitas.
La procesión
de cada día y año son la clave de ese templo sagrado interior. Si la sombra es
inevitable ante la salida del Sol, es bueno darse vuelta y enfrentar el
amanecer. Es mejor que la sombra caiga detrás de él en vez de alzarse frente a
él. Cambiando de dirección, él puede eludir
el torcido espejo del ambiente y buscar el nuevo sendero hacia el altar
de Dios que trae gozo a esta nueva juventud encontrada.
Este artículo es en homenaje al día de gracias en mi país. The
United Estate of America.
Les deseo que vivan en paz con ustedes mismos.
Peter Bustamante